Mientras comían juntos, y distantes y tensos, ella muy lentamente y él como ensimismado, hablaban con medida y doble parsimonia de temas importantes y de algunos quebrantos. Entonces como siempre, o como casi siempre, el desvelo social condujo a la cultura. Así que por la noche se fueron al teatro sin tocarse un ojal, ni siquiera una uña. Su sonrisa, la de ella, era como una oferta, un anuncio, un esbozo. Su mirada, la de él, iba tomando nota de cómo eran sus ojos. Y como a la salida soplaba un aire frío y unos dedos muy blancos, indefensos y tristes apenas asomaban por las sandalias de ella, no hubo más remedio que entrar en un boliche. Y ya que el camarero se demoraba tanto, llegaron cautelosos hasta la confidencia. Extra seca y sin hielo, por favor, y fumaron. Y entre el humo, el amor era un rostro en la niebla. En sus labios, los de él, el silencio era espera, la noticia era el frío. En su casa, la de ella, halló café instantáneo y confianza y cobijo. Una hora tan sólo de memoria y sondeos hasta que sobrevino un silencio a dos voces. Como cualquiera sabe, en tales circunstancias es arduo decir algo que realmente no sobre. Él probó: «sólo falta que me quede a dormir» y ella también probó: «¿y por qué no te quedas?» y él sin mirarla: «no, no me lo digas dos veces» y ella en voz baja: «bueno, ¿y por qué no te quedas?» Y sus labios, los de él, se quedaron gustosos a besar sin usura. Sus pies fríos, los de ella, eran sólo el comienzo de la noche desnuda. Fueron investigando, deshojando, nombrando, proponiéndose metas, preguntando a los cuerpos. Mientras la madrugada y los temas candentes conciliaban el sueño que no durmieron ellos. ¿Quién hubiera previsto aquella tarde que el amor, ese célebre informal, se dedicara a ellos tan formales?