La otra noche volvía de la montaña, de la montaña. Oscura y silenciosa, como mi alma. Dejando al doradillo la rienda suelta, que su instinto buscase la antigua senda, la antigua senda. ¡Qué su instinto buscase la antigua senda! Luego salió la luna, muy orgullosa, muy orgullosa. Ella en goce del cielo, la emperadora. Y el humilde lucero de mi destino ante tal insolencia perdió su brillo, perdió su brillo. ¡Ante tal insolencia perdió su brillo! Pero una nubecita poco más tarde, poco más tarde, sin que supiera cómo llegó a formarse. Cubriendo con sus tules el astro malo y pudo así la estrella guiar mi pasos, guiar mis pasos... ¡Y pudo así la estrella guiar mis pasos!