Mientras tanto los vestidos de damasco y terciopelo de la princesa Momo en jirones desteñidos, en estrazas descosidos, el mundo los transformó. Ahora la princesa Momo viste para resguardarse de un raído chaquetón, sucio y demasiado grande, y una falda con remiendos, deshilada y sin botón. Vive entre añejadas ruinas de un antiguo anfiteatro fuera de la gran ciudad, en penuria y soledad. Girolamo un buen día convertido en pobre diablo, harapiento de vagar, llegó al viejo anfiteatro donde Momo había resuelto su camino terminar. "¡Hola!". Pero fueron incapaces de reconocerse: el polvo no lo dejó. Sobre la ciudad la noche se aposenta, y vuelve a rutilar el espejo de nácar, vacía majestad acaricia las gradas donde solos están las siluetas raídas de Momo y Girolamo. Triste de Girolamo, convertido en Gigi, saca del bolsillo la imagen desgastada que guardó celoso a través de parajes en busca de aquella adorable princesa que ofreció su rostro a la Luna plateada. La evidencia echó a volar y se reconoció y lo reconoció: era él a quien buscó, lo acaba de encontrar, su sueño estaba allí. "¡Gigi, soy yo!, ¡Gigi!" Nunca más sería infeliz, el viaje terminó, la ausencia se esfumó. Y, resuelta, desató de Gigi el corazón y su amor despertó. Entonces vio a plena luz el rostro aquel que en soledad tanto buscó sin encontrar, y lágrimas de plata azul brotaban de alegría en infinita lluvia de estrellas. Y fue feliz, estaba allí su realidad, el corazón agigantó su palpitar de manantial, de cascabel; y comprendió que estuvo ciego, que había encontrado al fin el verdadero amor. Gigi y Momo estaban sentados en los escalones de piedra de aquel antiguo anfiteatro. La Luna se perfilaba, redonda y plateada, sobre la gran silueta de la yagruma. Y ambos al mirarse, comprendieron que eran inmortales.