Los domingos, siempre son días tristes; siempre acabo la tarde añorando otros tiempos; cuando un domingo era igual a otro domingo era por ejemplo, levantarse más tarde y bajo la mirada vigilante de la madre, darse un baño y peinarse con fijador el pelo y arreglarse las uñas; ponerse la corbata y correr a la misa de los frailes; y al cruzar el río Caudal, verlo blanco, porque en los lavaderos de carbón no trabajaban. Y ayudar a la misa y esperar el regaliz del hermano Director; y jugar al balón o jugar al frontón. Luego, al mediodía, de la mano de padre, tomar medio vermut con aceitunas. El rosario a las tres y aquel olor a incienso que tenías que oler por no perder tu puesto. Y la tarde en el cine viendo alguna función que te hiciera volar y soñar algún cielo irreal. Y a la noche acabar los deberes y en la cama pensar que mañana será otra jornada con mucha menos luz; abrazarse a la almohada y soñando escuchar la voz tan familiar que son las ocho ya.