La calle, tras subir los escalones que comienzan en la plaza, no te inspira confianza. Es una calle ancha con afiladas rejas negras y doradas. Y, en el fondo, donde empieza la senda del molino, el asilo desvencijado y lleno de miseria. Según entras, a la izquierda, sobre un banco, los pequeños albañiles beben sol y, en el hueco de sus ojos afilados, arrebatado un templo amasado con yeso, esperanza y amor. En la puerta, sobre una silla muerta, don Pascual le dice bellas frases al oído de la tímida niña que de un mes a esta parte se ha vuelto Leonor. Y una monja con pasos angustiosos mide el patio tarareando una canción. Y al abrirse una puerta se termina la misa con sus flores, sus cirios y su consagración. La comitiva en silencio, siempre, de nuevo llega al patio. Y el hombre es un capricho que todas las mañanas toma el sol en calzoncillos. Espera ver su locura compensada con una buena clínica mental. Julianillo, ayer banderillero, con su clavel valiente y su pañuelo al cuello, y un minero con marcas en el rostro y el cerebro de acero hablando de jornales, de justicia y de miedo, si no pasara el tiempo.