Cada vez que me acuerdo de mi hijo me da como una punzada, aquí, muy dentro del pecho, donde se halla colocada, tan sensible, tan nombrada y tan propensa a la emoción, esa masa colorada que se llama corazón. Y cómo no he de sentirla si se trata de "mi" hijo, el que con sus payasadas, su chicle y su mermelada, me dejaba pegajosos el cubrecamas, la almohada, y aunque a veces me propuse reñirle, siempre fallaba porque el pícaro salía con su sonrisa inocente y al verlo, así, tan sonriente, y...bueno, lo perdonaba. Cómo olvidar las mañanas en que mamá lo peinaba, sentado, él, en una silla la barbilla levantada, en un gesto de protesta por la lucha que libraban la mamá, y el "remolino" que casi siempre ganaba. (Y nunca logré explicarme el motivo por el cual lo peinaban tanto y tanto si al cabo quedaba igual). Pero el tiempo va pasando y hoy mi hijo no es el mismo, y ya no da los problemas, entretenidos, de niño, ahora es un "caballero", se afeita con "mi" navaja, se fuma "mis" cigarrillos y se pone "mis" corbatas. Se acabó aquel inocente del susto, el llanto y la tos, ahora él es el que manda y hasta sabe más que yo. Incluso, sin ir más lejos, ayer me trajo su novia, yo, por dentro, les bendije, por fuera me puse serio, porque debo confesar que me dio un poco de miedo notar, en aquellos mozos, cómo se ha pasado el tiempo. Hoy todo se ve distinto, las ropas, el sillón, la almohada, si parece que les falta "ese" poco de mermelada, y todo tan en su sitio, no hay nada en que tropezarse, no hay nadie que quiebre un vidrio ni haga a la mamá enojarse, Y los platos no se rompen, y el canario no se sale, ¡cómo hace falta mi hijo! en esta casa tan grande.