Un día como otro yo leía mis cartas, rascándome una ceja solo y en voz alta. El último papel que me cayó en las manos era una carta anónima en lenguaje claro. La escribía una mujer de timidez muy obvia que hablaba de su vida con tan poca gloria. Se dibujaba lágrimas y a veces risas con tanta sencillez como con tanta prisa. Cuántos papeles he recibido. Fotos y textos firmas de adorno. Cuántos pedidos, cuántos honores y vanidades. Cuánto espejismo, cuánto juguete de los mortales. de los mortales. Aquella muchacha no pedía mi rostro, ni letras olvidadas, ni inútil autógrafo. Decía que con lágrimas o con sus risas mis cosas para ella siempre eran las mismas. Y en su trabajo el gusto le conocen tanto que corren a buscarla cuando en radio canto. En su casa le dicen que me rinde culto y eso hace que me sienta el autor de un hurto. Con qué derecho, con cuál astucia, provoco encantos, provoco sueños, provoco angustias. Con qué derecho otros fantasmas quitan y ponen a sus antojos vida en el alma. Me conmovió su gesto desinteresado: escribir y verterse sin pedir a cambio. Decía como hablando de un imposible: 'que me hubiera hecho infinitamente feliz que tú, un día, me hubieras escrito una canción.' Y aquí está la canción, lo que un poquito cruda, porqué la realidad se ha de cantar desnuda. Sobrecoge pensar que de piedra brillante, porqué es piedra y brillo se crea que es diamante. Cuántos papeles he recibido. Fotos y textos firmas de adorno. Cuántos pedidos, cuántos honores y vanidades. Cuánto espejismo, cuánto juguete de los mortales.