Yo era un muchacho tranquilo hasta que di con mi sueño más dorado, que era una mujer algo mayor que yo. Ella tenía treinta y cinco y yo dieciocho para mi favor (favor dudoso). Empezó por regalarme dos camisas y un vestido para que yo se los diera a mi mamá. A eso le siguió una lluvia de pequeños regalitos para mí (para mi entierro). Hasta me froté las manos cuando supe que vivía sola desde que, por fin, se divorció. Y en su casa hice meriendas, comidas y desayunos hasta engordar (casi reviento, como verán). Lo tenía todo y me puse ocioso: me pasaba el día de la lectura al amor. "¿Qué quiere mi dueño?, ¿qué quiere mi encanto?", me decía con voz azucarada si me iba a mover. Lo tenía todo y me puse ocioso: me pasaba el día de la lectura al amor. Mis amigos comentaban que yo sí era un bárbaro del diablo y la fama de conquistador nació. Las pepillas me buscaban, yo me pellizcaba el brazo para ver si era soñando. Aprendí de un buen amigo a pegarle a mi mujer, a llevar los pantalones como es la tradición. Y ella iba a mi trabajo para sorprenderme en algo ilegal (era normal). Me di cuenta que las cosas ya no estaban en su sitio cuando me empezó a coser la ropa encima, al salir. Después vino la algazara, las denuncias y los llantos al dormir. Y pasó el tiempo… Decidí dejarla cuando una noche desperté y la vi que se lanzaba sobre mí con unas tijeras de podar sus matas, mientras me juraba que no iba a ver a otra mujer jamás. Me puse la ropa y salí corriendo entre amenazas que no puedo repetir. Me puse la ropa y salí corriendo sin sueños dorados, pero a salvo el honor.