Una mañana abrí mi puerta, la noche entera fue aguacero sin cesar, el sol aún no había salido, y un frío abochornaba mi ropa de andar. Y ahí, al pie del muro estaba el sol que me esperaba sin hablar, quería darme la sorpresa; y el frío huyó montaña abajo, y el aguacero terminó, y una sonrisa calentó todos los poros de aquel martes. Amigo, Guetacho, tus ocho años en la piel ya te han marcado para ser hijo de padres que en semillas se volvieron para dar árboles sanos con ramajes extendidos hasta allá donde tus ojos no han podido ni siquiera imaginar. Ahora que canto esta canción recuerdo tu voz de zorzal mientras lustrabas los zapatos sin mirar, mientras que yo te iba enseñado a musitar del 1 al 100, al 936 y te parabas y dejabas de contar, me preguntabas que hasta dónde iba a llegar, que si seguía contra el muro iba a chocar. Y qué cara pusiste, amigo Guetacho, cuando lograste continuar y no chocar, cuando seguiste tu camino a más del 1000 y no encontraste ningún muro, ni cadenas, y comprendiste que estabas libre, que era infinita tu trayectoria, desde ahora.