A qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto batallar una caricia. A qué tanto arriesgarse en los tejados. A qué tanto alardear de la pericia. A qué tanto, a qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto sudar sangre, ser austero. A qué tanto embestir contra las olas. A qué tanto endemoniarse, ser sincero. A qué tanto, a qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto corazón insobornable. A qué tanto halar la cuerda con justeza. A qué tanto demostrar lo indemostrable. A qué tanto, a qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto resurgir de las cenizas. A qué tanto equilibrio, tanto riesgo, a qué tanto prejuicio, tanta prisa. A qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto defendernos la sonrisa. A qué tanto describir la primavera. A qué tanto alzar el vuelo con la brisa. A qué tanto, a qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto cariño escarmentado. A qué tanto inventarnos sueños, soles. A qué tanto comienzo mancillado. A qué tanto, a qué tanto, tanto, tanto, a qué tanto llorar por girasoles. A qué tanto desangrarnos en un verso si tan sólo seremos, al ocaso, un minuto fugaz del universo. A qué tanto repetirle tanto al canto, que es inútil seguir, que se detenga, que el abismo, el olvido es su destino; no hay manera de acallarle los empeños. Se me vuelve a escapar hacia el camino el terco canto, el terco canto.