El peluquero más famoso de la villa era Juan, y más tenorio que el Barbero de Sevilla. Todo un personaje de primera para el peine, la navaja y la tijera. Lo recuerdo como si lo viera relojear por la vidriera del salón a la hija del petiso boticario que enseñaba corte y confección. Y entre corte y tijera, vidriera y vereda, empezó el metejón. Siempre usaba taquito a la francesa, media bota y bien caído el pantalón. Ajustada en el talle la chaqueta, de lustrina de Aragón. Le cruzaba el chaleco una cadena que amarraba un "tres tapas" polentón. Cierta vez lo sacó del café un oficial y se desacató hasta en la seccional. Lo quisieron bañar, lo pelaron después, ahí le hicieron saltar el taquito francés. Pero su dignidad de hombre de condición, cuando la libertad le dio el juez de instrucción, les tiró los tamangos en la vereda y descalzo se fue para el salón. Después de un tiempo me enteré que el comisario pretendía a la botija del petiso boticario. Eso era la prueba de que el mozo le cortó el pelo y los tacos de celoso. Pero como no es siempre más fuerte ni la plata, ni la suerte, la razón, pudo al fin aquel muchacho peluquero ser el dueño de su corazón. Que entre corte y tijera, vidriera y vereda vivió el metejón. La cuestión que el barbero, al cabo taquero le dió una lección.